Un Puente entre los Alucinógenos de Don Juan y las Vías Contemporáneas
Hay un punto en el que el mundo conocido comienza a disolverse —no por ilusión, sino porque las estructuras perceptivas que lo sostenían empiezan a desplazarse. Ese punto no es un lugar. Es una fisura. Un umbral vibrante donde el tonal pierde su dominio y el nagual comienza a susurrar. Don Juan lo sabía. Y también sabía que, para empujar a un aprendiz más allá de ese umbral, a veces era necesario utilizar herramientas poderosas —del tipo que rasgan la razón, desmontan el cuerpo energético y lanzan la conciencia fuera de su forma fija. Con Castaneda, usó tres aliados principales: el peyote, la datura y el humo. Cada uno con su propio espíritu, su peligro y su inteligencia. El peyote era Mescalito, el maestro compasivo. La datura, la fuerza peligrosa del poder sin control. Y el humo —una mezcla compleja, probablemente con hongos psilocíbicos— era el vehículo directo de la disolución, un salto más allá de la forma humana.
Pero Don Juan no formaba consumidores. Formaba guerreros. Cada uso de un aliado estaba precedido por enseñanzas, advertencias y estrategias de contención energética. Las plantas no eran sustancias: eran seres. Y esos seres tenían intenciones, exigencias y caprichos. El uso nunca era por curiosidad ni por experimentar. Se realizaba para romper la continuidad del mundo. Para desplazar el punto de encaje. Para ver.
Hoy, en Brasil, otras vías se han vuelto accesibles —algunas con raíces ancestrales, otras más recientes, pero todas capaces de provocar aperturas reales en la percepción. La Ayahuasca, los hongos mágicos y el LSD son, para muchos, portales contemporáneos que reflejan, a su manera, a los aliados de Don Juan. Y aunque los nombres hayan cambiado, el desafío sigue siendo el mismo: ¿cómo cruzar sin perderse? ¿Cómo ver sin enloquecer? ¿Cómo regresar con algo que merezca ser integrado?
a Ayahuasca es quizás el vehículo enteógeno más conocido entre los brasileños. Originaria de las tradiciones indígenas de la selva, lleva consigo una arquitectura espiritual compleja. Es una bebida hecha de la unión de dos plantas: el cipó mariri (que contiene inhibidores de la MAO) y la hoja de chacrona (que contiene DMT). Por sí sola, la chacrona no tendría efecto al ser ingerida. Pero con el cipó, el DMT se vuelve biodisponible —y el portal se abre. La experiencia con la Ayahuasca es profunda, visceral, a menudo acompañada de vómitos, temblores, visiones, limpiezas emocionales y encuentros con entidades simbólicas o espirituales. Es un descenso. Una espiral. Una serpiente que asciende por el cuerpo y susurra enseñanzas, a veces dulces, a veces feroces. Dentro de un ritual, con cantos y silencio, la fuerza de la bebida es contenida y dirigida. Hay dirección. Hay invocación. Hay inteligencia. Para muchos, la Ayahuasca es la maestra misma —y su poder para mover el punto de encaje es real.
El hongo mágico, por su parte, tiene una naturaleza distinta. Más lúdica, más orgánica, más danzante. Con una profunda raíz ancestral, usado por pueblos mesoamericanos durante siglos, contiene psilocibina, que el cuerpo convierte en psilocina. La experiencia con el hongo es fluida, simbólica, a menudo conectada con la naturaleza. La percepción del mundo vegetal y animal se intensifica; el cuerpo se vuelve sensible; la realidad respira. La risa, las lágrimas, la delicadeza y la muerte simbólica caminan juntas. No hay purga como en la Ayahuasca, pero sí hay entrega. Y existe el potencial de ver —ver más allá de los filtros de la mente, ver patrones vivos, verse disuelto en la trama del mundo. El hongo, a diferencia del peyote o el humo de Don Juan, rara vez enseña con palabras. Enseña con presencia. Con ritmo. Con reflejo. Para quien ha sido tocado por él, el mundo nunca vuelve a ser completamente sólido.
El LSD, tal vez el más moderno de los tres, ofrece el viaje más largo y mentalmente complejo. Descubierto en laboratorio por Albert Hofmann en 1938, el ácido lisérgico no tiene una tradición espiritual antigua. Pero su potencial es vasto. Actúa sobre los mismos receptores de serotonina y provoca alteraciones poderosas en la percepción visual, el flujo de pensamientos, el tiempo subjetivo y la autoimagen. La mente se repliega sobre sí misma. El lenguaje falla. La geometría de la realidad se revela. Es posible alcanzar visiones grandiosas, estados de no-dualidad, disolución del ego y profundas revelaciones filosóficas —pero también es posible caer en bucles, laberintos mentales, confusión o colapso. El LSD es como un espejo amplificador: devuelve todo lo que llevas dentro, sin filtro. Por eso exige silencio, cuidado y contexto. En ausencia de eso, el riesgo de fragmentación es real.
Estas tres vías —Ayahuasca, hongo y LSD— no son idénticas a los aliados de Don Juan. Pero pueden cumplir funciones similares: romper la rigidez del yo, abrir fisuras en la percepción, revelar el intento. La diferencia está menos en la molécula que en el modo de relación. Don Juan trataba a sus aliados con reverencia absoluta. Nunca los llamaba drogas. Nunca los usaba sin dirección. Y eso es precisamente lo que falta en la mayoría de los enfoques actuales de los psicodélicos: no faltan moléculas, faltan mapas. No faltan accesos, falta sentido.
En Brasil, el acceso a estas sustancias varía según el contexto legal. La Ayahuasca está permitida desde 2010 cuando se utiliza en contextos religiosos o espiritualistas. Es posible participar en ceremonias con grupos serios y tradicionales en casi todas las regiones del país. Los hongos mágicos, aunque contienen psilocibina (sustancia controlada), no figuran como plantas prohibidas en las listas de la Anvisa. Esto crea una zona gris donde el cultivo personal y el uso discreto se han vuelto comunes. El LSD, sin embargo, está entre las sustancias estrictamente prohibidas en Brasil. Su posesión, distribución o consumo puede acarrear sanciones legales graves. De todas las vías, es la que conlleva mayor riesgo legal —no sólo psicológico, sino también social.
Construir un puente entre los aliados del nagualismo y los psicodélicos modernos no es un ejercicio de equivalencia química. Es un ejercicio de sentido. La pregunta central no es “¿cuál es más potente?”, sino “¿quién eres tú cuando cruzas?”. Don Juan usaba sus aliados para enseñar a Castaneda a ver —y luego, a ver sin ellos. Porque el objetivo nunca fue la experiencia en sí, sino la transformación irreversible del guerrero. De la misma forma, los enteógenos modernos sólo tienen valor cuando se utilizan como catalizadores del silencio, la acechanza y la impecabilidad. Fuera de eso, son apenas destellos pasajeros.
La molécula puede cambiar. El nombre de la planta puede cambiar. La vía puede ser indígena, sintética o fúngica. Lo que no debe cambiar es el centro del intento: moverse para ver. Ver para liberarse. Liberarse para convertirse en algo que el mundo ordinario ya no puede contener —un ser cuya conciencia ya ha tocado lo invisible y ha regresado, no para explicar, sino para vivir con otra luz en los ojos.
Gebh al Tarik