Una mañana en Zipolite, Oaxaca, vi ahogarse ante mis ojos a un amigo italiano. El día anterior habíamos jugado juntos al fútbol, riendo como hermanos. Entonces, en un instante, desapareció, se lo tragó el océano.
La conmoción fue profunda. La vida se reveló como realmente es: un soplo frágil entre una ola y otra. Mientras estaba sentada en la arena, sufriendo, el mar puso en mi mano una hermosa concha, la más perfecta que jamás había visto.
En ese momento, sentí una presencia detrás de mí, un suave toque en mi hombro izquierdo. Era la propia muerte. Y extrañamente, en lugar de miedo, sentí claridad. Pude ver mi vida extendida detrás y delante de mí: todo lo que había sido y todo lo que aún me esperaba.
Ese día me di cuenta de que la vida es preciosa porque puede acabar en cualquier momento. Así que tomé una decisión: vivir.
Dejé atrás mi vida en Alemania -mi trabajo, mi matrimonio, la rutina segura- y me convertí en artesano. Desde aquel día, el Universo nunca me ha fallado. Siempre me proporciona lo que necesito, siempre que camine con confianza.
Cuando das el primer paso hacia lo desconocido, la vida se abre como un camino sin fin. Te das cuenta de que todo es una escuela: estamos aquí para aprender, crear y expresarnos. No para estar atados por trabajos o facturas, sino para vivir libre y conscientemente.
Han pasado cuarenta y cinco años desde aquella mañana en la playa. Nunca he pasado hambre, nunca me ha faltado un techo y nunca he dejado de sentirme agradecido.
Esta concha -regalo del mar, mensajera de la muerte- me enseñó a vivir.
Apa Shanko
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