Encuentros

Llega un momento en el camino del guerrero en que la atención comienza a volverse hacia adentro. El mundo deja de ser simplemente lo que impresiona a través de los sentidos, y pasa a percibirse como una sala de espejos, donde los reflejos externos resuenan con los movimientos internos. En ese punto, el practicante comienza a cultivar el silencio interior, a afilar la impecabilidad y a vaciar el inventario personal. Un nuevo centro de gravedad empieza a nacer — más cercano al nagual, más distante de la prisión del personaje.
Pero ese estado aún es frágil. Al principio, el silencio es como una llama temblorosa que fácilmente se apaga con los vientos del mundo. Y entonces ocurre lo inevitable: nos encontramos con otras personas — con sus ritmos, sus creencias rígidas, sus emociones densas, sus identidades infladas. Personas comunes, que operan por completo desde la primera atención, totalmente identificadas con el tonal, con las narrativas personales, con el mundo del ego.
En esos encuentros, muchos guerreros principiantes se ven tomados por un extraño apagamiento. Aquello que parecía firme en la soledad se disuelve en el contacto social. El silencio se rompe. El cuerpo se tensa. La mente vuelve a parlotear. Y sin darnos cuenta, volvemos a la máscara, al viejo papel, a la historia conocida. La conciencia parece ser tragada por completo.
¿Por qué ocurre esto?
Porque, aunque hayamos dado algunos pasos hacia la libertad, todavía estamos enraizados en el tonal colectivo. Aún llevamos con nosotros nuestro “yo” social — el personaje que forjamos a lo largo de la vida para interactuar con el mundo. Y ese personaje tiene vínculos invisibles con otros personajes. Se reconocen, se activan mutuamente, se sostienen. El otro nos llama por nuestro nombre, y respondemos. Nos pregunta a qué nos dedicamos, y responde el personaje. Nos provoca, y reacciona el viejo patrón. El guerrero cede al hombre común.
Esto no es un fracaso. Es apenas el reflejo de nuestro grado de cohesión interna. Mientras el punto de encaje oscile entre las posiciones viejas y nuevas, somos vulnerables. Aún no sostenemos el silencio ante el ruido. Aún no habitamos el nagual con solidez.
Pero hay otro tipo de encuentro. Uno que no nos arrastra hacia atrás, sino que nos impulsa hacia adelante.
Es el encuentro con el verdadero guerrero. Aquel que ya ha cruzado los puentes entre el tonal y el nagual. Aquel cuya voluntad ya está fundida con el Intento. Aquel que no necesita decir una sola palabra para desestabilizarnos — porque su presencia misma es un espejo que desnuda.
Frente a alguien así, nuestro personaje no encuentra sustento. No hay intercambio de etiquetas. No hay refuerzo de la identidad social. El guerrero ve a través de las apariencias y se dirige al ser energético que realmente somos. Su mirada hiere las ilusiones y alimenta el espíritu. No nos agrede, pero su sola atención disuelve lo falso.
Al principio, ese encuentro puede ser desconcertante. Podemos sentir miedo, vergüenza o incluso rabia. Porque estamos siendo vistos — no como queremos parecer, sino como realmente somos. Y eso, para el tonal, es insoportable. El tonal quiere controlar, saber qué hacer, tener referencias. Pero frente al nagual vivo, no hay suelo. Solo el vacío.
Sin embargo, si resistimos la huida y permanecemos, algo extraordinario puede ocurrir. La atención se reorganiza. El silencio regresa — no como un esfuerzo, sino como consecuencia. La percepción se expande. Y por un instante, tocamos la totalidad del ser.
Ese es el poder del encuentro con un guerrero despierto. No enseña con palabras. Enseña con presencia. Su energía organiza la nuestra. Su punto de encaje influye en el nuestro. Su impecabilidad nos obliga a ser verdaderos.
Mientras el hombre común nos arrastra hacia atrás, el verdadero guerrero nos empuja hacia adelante. No porque lo quiera — sino porque esa es la naturaleza de su energía: desestabilizar lo falso y fortalecer lo real.
Por eso, a lo largo del camino, es vital saber distinguir los encuentros. No todos serán expansores de la conciencia. Muchos serán pruebas, espejos de nuestra fragilidad. Pero cuando encontremos a un ser que vive en el dominio de ambas atenciones, debemos despojarnos de la resistencia y permitir que nos toque. No con palabras, sino con intención.
Este tipo de encuentro es raro. Pero cuando ocurre, nos marca para siempre. Algo dentro de nosotros se alinea, recuerda, se expande. Y aunque luego volvamos al mundo común, ya no somos los mismos.
Queda una reverberación. Un silencio que nos llama. Una dirección que se revela. Y entonces comprendemos: la verdadera enseñanza no está en los libros, ni en los rituales, ni en las técnicas. Está en el impacto de una presencia que disolvió la ilusión y nos mostró — aunque solo por un breve instante — quiénes somos realmente.
Este es el camino. Y este es el llamado.

Gebh al Tarik

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