Cuando la Voluntad se Revela

Existe un secreto que respira en el intervalo entre dos inspiraciones. Allí — en ese silencio que no cabe en el reloj — percibimos que el cuerpo es solo la orilla visible de algo más vasto. La piel vibra como margen de un río luminoso, y los huesos no son muros: son pilares por donde corre una corriente de vida que desconoce fronteras.

El cuerpo energético no se mueve detrás de la carne como un fantasma; la precede, la sostiene y la trasciende. Primero sentimos un temblor suave, algo como el roce de alas bajo la epidermis. Luego, descubrimos líneas de luz, canales de atención y núcleos de potencia que canturrean al unísono detrás de cada célula. Así se deja entrever, suave, sin alarde — hasta que, en ciertos instantes, emerge.

Cuando la atención se alinea con el Nagual, el mundo se repliega. La narrativa de la mente cae como un velo, y solo queda la presencia. Ese ahora absoluto no es un punto en el tiempo; es un pasaje silencioso donde el guerrero abandona la historia que lo viste. Es la puerta que se abre en el aquí y ahora — no como metáfora, sino como ruptura real en el tejido de la percepción.

Al atravesar esa puerta, percibimos un murmullo anterior a toda forma: el Intento. Al principio, se anuncia como telón de fondo — un horizonte invisible sobre el que surgen pensamientos, sensaciones y sentimientos. Luego, el telón se disuelve en mar. El Intento se revela como un océano infinito: en él todo nace, se mueve y se disuelve. Nada escapa, nada permanece fuera de su abrazo.

Entonces algo despierta en el vientre. Un cosquilleo sereno vibra bajo el ombligo — físico, pero sin pertenecer al cuerpo denso. No es dolor ni placer: es potencia. Bajo la mirada interna, chispas color ámbar rasgan la oscuridad y se transforman en tentáculos de luz.

Tumbado, como quien observa sus propios pies, el guerrero ve los haces emerger del vientre y girar en torno a un centro indistinto. Giran con cadencia indomable, ora rápida, ora suspendida, como si obedecieran a un compás inaudible. Crecen hasta casi treinta centímetros, en espiral hacia el techo, expandiéndose en un amarillo profundo, casi ámbar, aunque aún templado en oro.

El conjunto recuerda una esfera de vidrio llena de gas y electricidad: rayos bailan en el vacío, atraídos por el toque invisible de la percepción. Pero aquí no hay vidrio ni voltaje — solo hay luz viva, tejida por el Intento mismo, danzando en el vientre como el corazón secreto del Infinito.

Esa es la Voluntad:
No pide ni anuncia — simplemente actúa en silencio, tejiendo caminos invisibles. Es ella quien:

  • extiende la mirada hasta ver la energía en su flujo desnudo;
  • desplaza el punto de encaje como quien gira la llave de una puerta secreta;
  • sostiene el cuerpo al borde del peligro, tornándolo ligero como el viento;
  • abraza las fibras del mundo y realinea destinos;
  • levanta murallas de protección cuando se acerca la oscuridad;
  • disuelve hábitos, ataduras y miedos sin empuñar espada;
  • siembra una paciencia absoluta, capaz de esperar siglos en una sola inspiración.

Cuando se enciende, hace que el guerrero recuerde sin memoria y conozca sin pensamiento. Él no posee la Voluntad — es la Voluntad quien lo habita, mar y ola indistinguibles. La primera atención se inclina — no sumisa, sino lúcida — ante los hilos que la razón jamás tejió.

Después de eso, solo queda cultivar un silencio del tamaño del Infinito. Volverse inaccesible no a las personas, sino a las demandas del ego, a los ruidos de la historia personal, a las invitaciones del mundo común — no por huida, sino por delicadeza: tocar el mundo con suavidad, para que la Voluntad siempre encuentre campo abierto donde extender sus hilos de luz, uniendo lo humano con lo Eterno y revelando, en la quietud, el Intento que ya está en todo — y que solo espera ser percibido, en el intervalo entre un gesto y el silencio.

Gebh al Tarik

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